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martes, 7 de julio de 2015

Aquella loma coronada por una torre*


Mandela me asusta. Mandela me alegra. Mandela huele a marihuana por las noches y a revoltillo de huevo en las mañanas. Sube una buseta de sierrita llena hasta el tope y baja una que se ladea por el peso. No es realismo mágico, ni un cuento que me contaron, es el barrio en el que crecí. O bueno, en el que me tocó crecer. Llegamos una noche, lo recuerdo bien. Pegaron las últimas tablas y nosotros fuimos llevando lo que faltaba en una carretilla improvisada. Esa noche dormidos todos juntos en una cama o en el suelo, no lo sé con precisión. Pero fue una noche mágica. Por primera vez dormíamos en una casa que sabíamos nuestra. Desde la cerca hasta el último rincón del patio era de nosotros.

Aquella casa se convirtió en un cuartel para una mujer de 1.58 y cuatro hombrecitos que jugaban a ser autosuficientes. Las lluvias nunca han sido compasivas y nunca lo serán. En esa misma casa, el invierno nos enseñó que es mejor tener los zapatos levantados y que el suelo de tierra cambia de textura cuando una corriente de agua se abre paso por él. Mi mamá corría detrás de los zapatos, mientras mi hermano mayor con un pico intentaba desviar el cauce del agua. Nos volvimos anfibios.

Yo recuerdo las noches, la oscuridad interrumpida por los rayos de luz que entraba por las rendijas. Era como poder adivinar qué había en la oscuridad. Era sospechar que una bruja caminaba sobre el techo.