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viernes, 24 de mayo de 2013

Despertar.


"Estar despierto" trae su propia responsabilidad, una pulsión de amor por el otro. IlBambino.


Hace días intentaba escribir un post sobre un cartel que vi en un puesto de salud que ya debería estar listo para atender a no sé cuantas personas. El cartel, era la voz de alguien que se atrevió a decir “elefante blanco”, como protesta al engaño que ha representado ese lugar para todos los habitantes de ese sector. Les  hablo de  la  esquina de la cruz roja, paso necesario para todo los que cogen microbús y se bajan por el estadio de San Fernando y toman caminos a los distintos barrios que quedan por esos alrededores. Un espacio clave en la geografía de la gente, tanto así, que aún hoy, cuando el puesto de salud que conocían con ese nombre no existe, todos entienden de qué lugar hablan.

En aquella ocasión el texto empezaba así: “estamos acostumbrados a resignarnos a lo que nos toca. A pensar que el gobierno nos hace favores. Vamos por las calles lamentándonos de la situación actual mientras disculpamos con argumentos flojos la falta de compromiso de quienes ostenta el poder.  Se nos olvida por completo cómo llega toda esa gente a ocupar sus cargos.

Yo mismo me he visto reducido al silencio cuando veo a una señora lanzar la basura por la ventana del bus, en un acto mecánico que no le despierta el menor conflicto. Uno de tantos comportamientos que hemos llevado a la cotidianidad de nuestras vidas, como algo normal que no debe generar el mínimo asombro. Sin embargo, iba caminando cuando descubrí una señal que me mostró que, tal vez, aún hay posibilidades”.



Ahora que lo pienso, si creo que haya posibilidades. Pero decidí cambiar la intención del texto, porque el anterior iba cargado de demasiada desesperanza.

Lo que aquel cartel muestra, es que existe una inconformidad en nosotros. Que en el fondo sabemos que debemos reaccionar, pero pasa algo. Es como un letargo, es la costumbre a pensar que vendrá un ser divino y traerá la justicia. No obstante, el germen sigue allí, taladrando en la cabeza de todos. Hablándonos en voz baja para ir dejando esa sensación de vacío, de desigualdad.

Por eso, creo en la gente joven. En los que se sientan a cambiar el mundo con palabras. En los que se cuestionan el sistema. En los que se siente llamados al arte, la política, los medios, la ciencia, la revolución. Creo en todos esos locos, que andan por el mundo creyendo en proyectos que nadie financia. Pero seguía faltando algo.

En estos días llegó como iluminación. Si, hacía falta algo. Faltaba amor. Una pulsión de amor, como dijo mi amigo. Porque para despertar en esta ciudad que, como bella durmiente espera su príncipe, se hace necesario liberar ese pulso de amor por el otro, esa capacidad de ponernos en el lugar del vecino, de darle la mano, de decirle “no tire la basura por la ventana”. Hace falta que algo nos trastorne y nos haga actuar. Que nos saque del confort, de los cuartos, de los blogs, de los computadores. Necesitamos amar una causa más allá de nosotros, para que el somnífero deje de hacer efecto y sintamos la necesidad de arder.

Hagamos arder a Cartagena. Hagamos que la gente sienta que el único miedo posible es el de morir encerrados en nuestras casas, en nuestros cuartos, esperando la salvación. Salgamos a comernos la ciudad, a exigirle a la clase dirigente, salgamos a montar a nuevos nombres y nuevas caras en esos cargos. ¡HAY QUE DESPERTAR! Más carteles como los que vi, más gente loca liderando el mundo.


Por: Márquez.

lunes, 6 de mayo de 2013

Volver al útero.


Todo comienza con la lluvia. Sientes frio y luego ella te va cortando con pequeños toques, entonces viene la sangre. No es roja, no es azul, es una sangre verde y negra que empieza a mezclarse con la tierra. Brotan las flores y entiendes por qué fuiste hecho de barro. Ahí sigue el paisaje, mientras tú juegas a ser parte del verde natural que te rodea, y el carro continua andando. Así iba yo.

Las montañas se unen con las nubes en un coito lento y temeroso. La montaña entrega a la blanca nube toda la sabiduría que lleva por tantos años de vida, mientras la nube la envuelve en un abrazo húmedo que llena de alegría a cada piedra. El resultado en una flor amarilla o un conejo silvestre, aquel es un coito que beneficia a terceros. Es que la naturaleza se conecta, se comunica.

¿Cómo sería poder tomar una rama y probar un poco de la savia del árbol y conocer la historia que él ha vivido? ¿Cómo sería poder preguntarle a una zorra cuántas veces ha visto nacer un río? Así va la tierra abriendo espacios, en donde menos creemos, para que el agua se quede por varios días, y no los deje solos.

Y los árboles siguen como un desfile de modelos vanidosas. Muestran sus copas, sus ramas, sus troncos. Seguros de la belleza que los envuelve, se adornan con flores de colores, con aves cantoras, estirando sus ramas un poco más para aprovechar el sol. Las garzas con sus patas largas juegan en un charco y un árbol seco, como una garra dolorosa, se muestra terrible en mitad de todo. Aparecen otros rastros del hombre en la tierra, aparece un terreno negro cual cicatriz abierta causada por el fuego, árboles cortados y montones de basura en los costados. ¿A qué vinimos a la tierra?

El paisaje podría ser perfecto. Pero recuerdas que esa erosión que hay en la montaña es causada por la tala de árboles, que cada día hay menos especies y que las carreteras se construyen en nombre de un desarrollo gris que va talándolo todo. Sientes frio, pero no es igual, es ese frio que te aprieta el estomago y te deja sin palabras. Entonces,  cuando miras todo el panorama crees que algo superior debió crear tanta belleza, pero no puede ser el mismo ente que tomó barro y lo hizo hombre. ¿Qué mente retorcida podría creer que el hombre y la naturaleza podrían ser hijos de la misma tierra? Parece que se tratara de un truco y que hubiesen engendrado, con ese barro, una suerte de verdugo.

Ahora quizás todo cobra sentido, y las lluvias torrenciales pueden ser la respuesta de una naturaleza cansada de tantos abusos. Los ríos crecen y se desbordan para protestar en contra de quienes contaminan sus aguas, matan los peces y tumban los árboles con los que conversaba cada día. O tal vez, por eso la tierra tiembla, para reclamar por la explotación de los minerales de forma tan abusiva; para exigir respeto por abrirle las entrañas y extraer todo sin pensar en lo que ella necesita. Puede ser que por eso, las montañas se deslizan sobre las carreteras, para reclamar los espacios que el hombre le ha robado.

Así iba yo. El paisaje me abrumaba. Todo ese verde cortado por sombras de fuego y erosión, me perturbaba. Me preguntaba en qué momento dejamos de creer que la tierra  era una madre que nos daba la vida, cuándo perdimos nuestra conexión con la naturaleza, Porqué nos creímos dioses con poder de decidir sobre lo que muere o vive, lo que es correcto y lo que no. Entonces comprendí: nos inventamos casas, luego edificios y ahora estamos tan alejados de la tierra que no la sentimos parte de nosotros. Perdimos ese sentido de unidad que tenían los zenúes, capaces de crear un sistema de riego que entendía las dinámicas del territorio en el que estaban. Matamos mientras creemos ser la raza superior. Por eso,  cada día pierdo más la fe en esta especie que andan en dos patas y va secando el mundo a su paso. Cada día me siento más ajeno, más culpable, más traidor. Por eso, quiero volver al útero de la tierra, para renacer y ser uno con la naturaleza. 


Por: Márquez.