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martes, 8 de noviembre de 2016

La eterna ausencia



Han pasado algunas semanas desde que anunciaron la muerte de mi tía. La noticia llegó así, sin adornos. Y entonces, una brisa fue recorriéndome los ojos; una sensación de estar, una vez más, frente a una vieja conocida. Debo confesar que no logro recordar el rostro de mi tía. Llevaba tantos años en Venezuela que no logré establecer un vínculo con ella más allá de los recuerdos que tengo de cuando mis hermanos y yo éramos niños. Recuerdos en los que ella es una mujer sin un rostro preciso. Así suele pasar, nos volvemos un recuerdo sin rostro en la cabeza de los demás, y con el tiempo,  la muerte es una sombra que cruza por nuestra casa y deja esa sensación de fragilidad.
 
Mi papá estaba afectado, pero era un dolor distinto. Como si la distancia y el tiempo hubiesen cortado alguna parte del lazo entre hermanos, y quedara eso, un dolor delicado que iba por los alrededores de papá y le dibuja un rostro que se perdía mirando en la distancia, para intentar recuperar a la hermana que tenía en su cabeza. Mientras, en otros momentos, lo ponía a pensar en su propia muerte, en la fragilidad de su vida. (DA CLIC EN SEGUIR LEYENDO).

domingo, 31 de julio de 2016

La maleta que encierra el pasado



Mudarnos se volvió una costumbre. Íbamos de un lugar a otro como viajeros sin un rumbo preciso. Salimos de la casa de la abuela para recorrer caminos que empezarían a dibujar parte de nuestras vidas. Cargábamos en un camión nuestras cosas, y con cada viaje, las pertenecías disminuían. Así, el último viaje fue el menos cargado. Anduvimos con una carretilla improvisada de una calle a otra, llevando delante de nosotros lo que quedaba de las anteriores mudanzas.

En medio de todos esos chécheres que cargábamos, estaba la maleta de los adornos. Siempre fue la misma. Una maleta negra, pequeña, rectangular, antigua. Y dentro de ella, los recuerdos de otras épocas. Figuras de cerámica que tenían como misión, servir de artilugio para recordar el bautizo de alguien, el primero año de un fulanito que solo mamá recuerda, un matrimonio, ocasiones para celebrar.  Por eso, por su contenido, mi mamá recomendaba tratarla con mucho cuidado.

jueves, 16 de junio de 2016

Un álbum azul y negro


Llega el día en el que reconoces que el tiempo pasa sobre ti. Lo miras a la cara, mientras hace sus gestos de viejo sabio. ¿Qué te propones, Tiempo?, le preguntas, le pregunto. Ocurre así. Despiertas siendo una persona que debe asumir el camino andado por el reloj como si no fuese suficiente con ver a los otros pasar por lo mismo. También nos toca vivirlo.

Me pregunto a veces por qué me persiguen los recuerdos, por qué soy alguien que va con su memoria acuestas como el caracol. Pero les diré, que he ido descubriendo que pertenezco a una familia de nostálgicos. De gente que vive apegada a sus recuerdos. Son todos un montón de sentimentales que miran al pasado como abrazando a alguien conocido a quien quisieron mucho. Y yo no escapo a eso. Por eso abro mi álbum mental y repaso estos 27 años como si viera una película de Wes Anderson.

lunes, 18 de abril de 2016

Nadie se cuestiona el mar


Hemos nacido tan cerca de él, que nadie lo cuestiona. Nadie pone en duda su existencia; como si fuese demasiado obvia para sugerir que, quizás, es solo un sueño colectivo. Que todos nacemos para caer en el juego de imaginar un espacio lleno de agua que almacena en su interior un poder secreto. Nadie se cuestiona el mar. Ni sus olas, ni su espuma, ni ese sonido que viene con él por las noches. Ni ese miedo que produce la oscuridad que lo abriga mientras sus aguas siguen cantando como sirenas de mil años.

Ha estado por tanto tiempo ahí, que nadie sospecha de él. Nadie piensa que un día podría levantarse y con una sola de sus piernas hundiría el mundo que conocemos. Lo vemos ahí, tragarse el sol cada tarde. Anidar en su vientre montones de peces y algas. Teñirse de los más variados colores. Enfurecer durante los días de lluvia. Comerse kilómetros de playa.

lunes, 14 de marzo de 2016

La casa de mi tía Marta


 
Antes de llegar a la casa que más fija tengo en mis recuerdos, debo decir que mi tía Marta vivió en otros lugares. Esos otros espacios se han ido perdiendo en mi memoria, como el trazo de una tiza sobre el tablero cuando el profesor ha borrado el tema del día, y queda aún un rastro claro que poco a poco desaparece. En esa misma medida, las otras casas fueron desdibujándose en la memoria, dejando solo trazos muy claros que el tiempo amenaza con hacer desaparecer. Recuerdo las clases de costura de la muchacha que la ayudaba en la casa. Recuerdo el pantalón que me hicieron con el defecto en la cintura. Y esos detalles confirman el olvido inminente.
La que sigue en pie en mi memoria es la casa que se volvió en mi refugio. La de dos pisos, que fue cambiando con el tiempo. Que  adquirió nuevos detalles y acabados. Mis primos aún eran pequeños cuando empecé a visitar a mi tía y me quedaba con ella en vacaciones. Al comienzo, solo era una calle en esa urbanización. Frente  a la casa había una hilera de láminas de cinc que anunciaba que al otro lado estaba naciendo otro pedazo de ese barrio. Y mi tía era una figura de autoridad que regañaba una sola vez. Y nos consentía con comida.
La casa guardaba en su interior objetos mágicos: un televisor poderoso, una biblioteca maravillosa y una nevera llena. En la casa de mi tía conocí la televisión por cable. Mi primo y yo durábamos horas pegados al televisor viendo Cartoon Network. En ese entonces, él aún era más pequeño que yo. Y yo tenía más fuerza. A veces cuando no quería jugar con él, le decía a mi tía y ella dejaba lo que estaba haciendo y me preguntaba: ¿qué pasa? Jueguen sin pelear. Y jugábamos de mala gana al comienzo, pero al final todo fluía.