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lunes, 14 de marzo de 2016

La casa de mi tía Marta


 
Antes de llegar a la casa que más fija tengo en mis recuerdos, debo decir que mi tía Marta vivió en otros lugares. Esos otros espacios se han ido perdiendo en mi memoria, como el trazo de una tiza sobre el tablero cuando el profesor ha borrado el tema del día, y queda aún un rastro claro que poco a poco desaparece. En esa misma medida, las otras casas fueron desdibujándose en la memoria, dejando solo trazos muy claros que el tiempo amenaza con hacer desaparecer. Recuerdo las clases de costura de la muchacha que la ayudaba en la casa. Recuerdo el pantalón que me hicieron con el defecto en la cintura. Y esos detalles confirman el olvido inminente.
La que sigue en pie en mi memoria es la casa que se volvió en mi refugio. La de dos pisos, que fue cambiando con el tiempo. Que  adquirió nuevos detalles y acabados. Mis primos aún eran pequeños cuando empecé a visitar a mi tía y me quedaba con ella en vacaciones. Al comienzo, solo era una calle en esa urbanización. Frente  a la casa había una hilera de láminas de cinc que anunciaba que al otro lado estaba naciendo otro pedazo de ese barrio. Y mi tía era una figura de autoridad que regañaba una sola vez. Y nos consentía con comida.
La casa guardaba en su interior objetos mágicos: un televisor poderoso, una biblioteca maravillosa y una nevera llena. En la casa de mi tía conocí la televisión por cable. Mi primo y yo durábamos horas pegados al televisor viendo Cartoon Network. En ese entonces, él aún era más pequeño que yo. Y yo tenía más fuerza. A veces cuando no quería jugar con él, le decía a mi tía y ella dejaba lo que estaba haciendo y me preguntaba: ¿qué pasa? Jueguen sin pelear. Y jugábamos de mala gana al comienzo, pero al final todo fluía.