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miércoles, 29 de enero de 2014

Cuerpos y colores



Hay  sonido. Colores. Hay cuerpos negros moviéndose en la tarima. Somos como un espectáculo de músculos cuando bailamos. No soy yo el que mueve las caderas, ni el que salta con gracia y levanta esa falda risada. No lo soy en el sentido tangible, en lo corpóreo del aquel asunto, pero puedo ser yo en la piel, en un gesto casi casual que todos tenemos al caminar. Puedo serlo en el erotismo del baile que todos llevamos inscrito. Quizás somos todos, cuando el telón se levanta, y Cartagena se  muestra como la ciudad-vitrina todos nos volvemos un espectáculo exótico.

 Pero hoy, en esa tarima, el centro de atención son los jóvenes que bailan una suerte de danza que pone a sudar sus cuerpos. Los imagino allí, todos llenos de alegría, pensando en el siguiente paso, con sus colores, dejando atrás cualquier otra cosa y siendo por un momento solo eso: movimiento.

Hoy soy un espectador. Un ojo distante que se deja llevar por el ritmo. El tambor sonando, dando el impulso a cada movimiento y la voz que justifica el grito. Todo está dispuesto para entretener. Hoy soy solo un espectador. Quizás sea el mejor de todos mis roles. Solo debo aplaudir, sonreír satisfecho si me gusta lo que veo, o simplemente levantarme y dejarlo atrás. Puedo, pero no. No puedo ser solo esto.

Este cuerpo, mi cuerpo, no me pertenece. Es tan ajeno como el de ellos. Mi cuerpo pertenece a los ojos que lo observan. Ellos lo han fabricado, han construido sobre mí sus ideas de mi mismo, han armado el rompecabezas, han escrito sus conjeturas sobre la piel que hoy me pesa.  No puedo ser solo un espectador, esta necesidad de imaginarme sobre el escenario me invita a ser también un espectáculo; a recordar que día a día soy un performance que transita el mundo y se llena de su caligrafía. Ahora, sentado aquí, soy uno con los cuerpos que danzan.

Hay  sonido. Colores. Hay cuerpos negros moviéndose en la tarima. Somos como un coito sin placer, sin curiosidades, sin deseos. No soy yo el que mueve las caderas, ni el que salta con gracia y levanta los brazos con firmeza. No lo soy en lo visible, en lo obvio del asunto. Pero puedo serlo, en cualquier momento, cuando salga a la calle y sea un evento nuevo para el ojo extranjero. Quizás somos todos, cuando el telón se levanta, y Cartagena se  muestra como la ciudad-vitrina todos nos volvemos un espectáculo exótico. Todo terminamos siendo el objeto del fetiche. 

Por: Márquez 

domingo, 19 de enero de 2014

El oficinista.


El escritorio no es mal sitio. Quizás sea el lugar ideal para muchos. Mi problema, es que no sueño con un escritorio, al menos, no de esta forma. No suelo verme ahí, rodeado de un poder ficticio, convencido de mi autoridad ilegítima, dirigiendo una causa en la que no creo. No me veo reducido a mi escritorio.

Ese sueño de oficinista me asfixia. Y es complejo, porque en una sociedad en la que son pocos los que tienen la oportunidad de tener un sueldo digno, el hecho de que tú lo tengas y te sientas en conflicto con eso te vuelve un imbécil. Y sí, puede que eso sea real, pero ¿acaso las dimensiones de la vida no varían de unos a otros?

Ahí voy yo de nuevo, escribiendo un texto que no es sobre mí, sino sobre lo que pienso. Pero termino enredado, haciendo un collage con las ideas, intentando callar las otras voces de esos otros yo que me dicen que hay otras alternativas. ¡Silencio!, solo necesito silencio, oscuridad tal vez un poco.

Los colores son a ratos como recuerdos espinosos, van y vienen, se meten en los ojos y terminan por hacerte retornar a esa mezcla de espacio y tiempo que te fractura en el mismo sitio. Ahora, es odioso ese gris de las oficinas. O el blanco eterno de las paredes y el aire acondicionado. Las carpetas y los folios, el orden de biblioteca sin alma de los archivadores, ese olor a tinta recurrente. Mi problema no es con las oficinas, es con mi extraña forma de chocar con los demás, como si todos fuesen con camisas a cuadros y yo, con una de puntos negros.

¿Este es el futuro? Algo me dice que me dieron la bienvenida y me mandaron a probar suerte en el rincón más alejado de mí. Como si yo, el yo que soy, fuese siempre al norte y este otro yo, el que vive en las oficinas, se quedara estancado en el sur de 6 a 3 y de 3 a 11.

Pero eso no es lo relevante. Digo, las oficinas tiene su lado amable. Son, digamos, son… ¡está bien! No sé qué decir. Pero es posible abrirles un hueco y escapar cuando nadie se lo imagina. Abres el libro en la página señalada, comienzas a leer y desapareces. Otras veces, enciendes el televisor, ves las películas y todo cambia. Se hace necesario recurrir a la imaginación.


Ahora bien ¿qué pasa en esos días en los que no te hallas? ¿En los que miras a tu alrededor y todo te resulta ajeno? Está bien, no estoy escribiendo sobre mí sino sobre lo que pienso, pero nunca me va bien con eso. Las ordenes, la incapacidad de identificarte con tu jefe, la sospecha de su falta de ortografía, o su imposibilidad para saber dónde va una coma. En fin, nadie es perfecto. El escritorio tampoco lo es. Mejor abro la puerta, finjo que todo está bien, y corro, corro por el pasillo y salto, salto hacia la nada, como si la nada fuera todo. 


Por: Márquez 

viernes, 10 de enero de 2014

El fantasma de los años escolares pasados.

La memoria, ese espacio de nuestra mente en el que albergamos todos esos pedazos de tiempo en los que éramos otros, quizás los mismos, pero en contextos distintos. Esa memoria que nos mata a veces con  el collage de historias que construyen caminos que van surcando nuestros rincones más sensibles, es la misma que nos llena de una nostalgia sonriente cuando revivimos ese antes que sigue tan presente.

Recuerdo la escuela, el edificio que se mostraba enorme ante mis ojos, el patio, los palos de mango. El reencuentro con todos esos alumnos de épocas diferentes me ayudó a entender que simplemente no podemos evitar pertenecer a algo. A una comunidad, a un grupo de amigos, a un grupo de estudio, a un taller literario, a una familia. Ellos estuvieron antes y después de que yo en ese mismo espacio. Algunos recorrieron esos pasillos cuando aún no tenían baldosas, y otros los recorrieron cuando la sala de informática tenía internet banda ancha.

Yo recorrí esos pasillos cuando faltaba un año para cambiar el uniforme. Conocí a  mis amigos en ese patio eterno, el mismo en el que desplegábamos la imaginación para construir historias de culebrones en los que  los protagonistas terminaban felices. Comimos en el restaurante un “chosy de pollo” que luego descubrimos no se llamaba así y un jugo de corozo fermentado.

El colegio se nos mostró como una casa amiga en la que era posible ser santos, la única condición era estar siempre alegres. ¿Pero cómo vivir alegres cuando nuestros hogares tenían problemas? Quizás ese era el reto. Por eso Don Bosco estaba siempre ahí, con su cara sonriente, a pesar de su historia.  Y nosotros crecimos en medio de la fe a Dios y a  María Auxiliadora, entonando canciones que nos recordaban que “no ha nacido amigo para estar triste”.

Supe ese día del reencuentro que todos habíamos cantado lo mismo. Que todos éramos parte de ese mundo salesiano que nos enseñó a compartir con el otro, a ser amigos para ser felices. Por eso recordé a mis amigos, sus caras sonrientes, sus cuerpos lánguidos, los cuadernos y las tareas, la misa cada 24 de mayo, las olimpiadas y nosotros caminando por cada pasillo, cada uno a su propia velocidad, construyendo el mundo ideal que luego entraría en crisis con lo que afuera nos esperaba.

La casa que acoge, la iglesia que evangeliza, el patio para ser amigos, los talleres para formar en el trabajo que dignifica. Todo eso era nuestra escuela. Nosotros con el uniforme haciendo la fila cada mañana para recibir los buenos días, una enseñanza cada mañana, un regaño, una noticia, como metáfora del tiempo, de ese que parece estar estático y cuando menos lo creemos, nos sorprende. ¡Estamos por graduarnos!

Luego, nos quedan las fotos. Los amigos que ríen contigo cuando el tiempo pasa. Te siguen quedando las historias, esas que parecen imposibles. El edificio cambia, los profesores son otros, los alumnos son distintos, cada generación tiene su peculiaridad, pero existe algo que se mantiene. Es como un olor, una presencia, una historia, un color, algo, no sé bien qué. Pero lo veo en los ojos de todos los que egresan del colegio, es una señal, una marca. Mis amigos la tienen, mis compañeros de clase la tienen. Es como la luz que nos queda luego de haber intentando ser santos y felices, cada uno a su manera. La que nos invita a seguir intentado ser felices, y ya no tan santos.


 Por: Márquez.