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viernes, 10 de enero de 2014

El fantasma de los años escolares pasados.

La memoria, ese espacio de nuestra mente en el que albergamos todos esos pedazos de tiempo en los que éramos otros, quizás los mismos, pero en contextos distintos. Esa memoria que nos mata a veces con  el collage de historias que construyen caminos que van surcando nuestros rincones más sensibles, es la misma que nos llena de una nostalgia sonriente cuando revivimos ese antes que sigue tan presente.

Recuerdo la escuela, el edificio que se mostraba enorme ante mis ojos, el patio, los palos de mango. El reencuentro con todos esos alumnos de épocas diferentes me ayudó a entender que simplemente no podemos evitar pertenecer a algo. A una comunidad, a un grupo de amigos, a un grupo de estudio, a un taller literario, a una familia. Ellos estuvieron antes y después de que yo en ese mismo espacio. Algunos recorrieron esos pasillos cuando aún no tenían baldosas, y otros los recorrieron cuando la sala de informática tenía internet banda ancha.

Yo recorrí esos pasillos cuando faltaba un año para cambiar el uniforme. Conocí a  mis amigos en ese patio eterno, el mismo en el que desplegábamos la imaginación para construir historias de culebrones en los que  los protagonistas terminaban felices. Comimos en el restaurante un “chosy de pollo” que luego descubrimos no se llamaba así y un jugo de corozo fermentado.

El colegio se nos mostró como una casa amiga en la que era posible ser santos, la única condición era estar siempre alegres. ¿Pero cómo vivir alegres cuando nuestros hogares tenían problemas? Quizás ese era el reto. Por eso Don Bosco estaba siempre ahí, con su cara sonriente, a pesar de su historia.  Y nosotros crecimos en medio de la fe a Dios y a  María Auxiliadora, entonando canciones que nos recordaban que “no ha nacido amigo para estar triste”.

Supe ese día del reencuentro que todos habíamos cantado lo mismo. Que todos éramos parte de ese mundo salesiano que nos enseñó a compartir con el otro, a ser amigos para ser felices. Por eso recordé a mis amigos, sus caras sonrientes, sus cuerpos lánguidos, los cuadernos y las tareas, la misa cada 24 de mayo, las olimpiadas y nosotros caminando por cada pasillo, cada uno a su propia velocidad, construyendo el mundo ideal que luego entraría en crisis con lo que afuera nos esperaba.

La casa que acoge, la iglesia que evangeliza, el patio para ser amigos, los talleres para formar en el trabajo que dignifica. Todo eso era nuestra escuela. Nosotros con el uniforme haciendo la fila cada mañana para recibir los buenos días, una enseñanza cada mañana, un regaño, una noticia, como metáfora del tiempo, de ese que parece estar estático y cuando menos lo creemos, nos sorprende. ¡Estamos por graduarnos!

Luego, nos quedan las fotos. Los amigos que ríen contigo cuando el tiempo pasa. Te siguen quedando las historias, esas que parecen imposibles. El edificio cambia, los profesores son otros, los alumnos son distintos, cada generación tiene su peculiaridad, pero existe algo que se mantiene. Es como un olor, una presencia, una historia, un color, algo, no sé bien qué. Pero lo veo en los ojos de todos los que egresan del colegio, es una señal, una marca. Mis amigos la tienen, mis compañeros de clase la tienen. Es como la luz que nos queda luego de haber intentando ser santos y felices, cada uno a su manera. La que nos invita a seguir intentado ser felices, y ya no tan santos.


 Por: Márquez. 

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