Mandela me asusta. Mandela me
alegra. Mandela huele a marihuana por las noches y a revoltillo de huevo en las
mañanas. Sube una buseta de sierrita llena hasta el tope y baja una que se
ladea por el peso. No es realismo mágico, ni un cuento que me contaron, es el
barrio en el que crecí. O bueno, en el que me tocó crecer. Llegamos una noche,
lo recuerdo bien. Pegaron las últimas tablas y nosotros fuimos llevando lo que
faltaba en una carretilla improvisada. Esa noche dormidos todos juntos en una
cama o en el suelo, no lo sé con precisión. Pero fue una noche mágica. Por
primera vez dormíamos en una casa que sabíamos nuestra. Desde la cerca hasta el
último rincón del patio era de nosotros.
Aquella casa se convirtió en un
cuartel para una mujer de 1.58 y cuatro hombrecitos que jugaban a ser
autosuficientes. Las lluvias nunca han sido compasivas y nunca lo serán. En esa
misma casa, el invierno nos enseñó que es mejor tener los zapatos levantados y
que el suelo de tierra cambia de textura cuando una corriente de agua se abre
paso por él. Mi mamá corría detrás de los zapatos, mientras mi hermano mayor
con un pico intentaba desviar el cauce del agua. Nos volvimos anfibios.
Yo recuerdo las noches, la
oscuridad interrumpida por los rayos de luz que entraba por las rendijas. Era
como poder adivinar qué había en la oscuridad. Era sospechar que una bruja
caminaba sobre el techo.
Sopla un viento extraño. Los
techos tiemblan. Las calles solitarias se llenan del eco del canto de las
ranas. Mi mamá corre para llegar a
tiempo a casa. Sentimos frío. Hay una oración que nos enseñó mi bisabuela y que
ahora no recordamos. Aún está lloviendo. La radio canta una baladita pop de
esas romanticonas. El apagón. Es solo un recuerdo.
Mi bisabuela nos regaló un
radiecito destartalado para que no nos aburriéramos. Recuerdo que llegué a la
casa y me dijeron que era mío. Todo mío. Un aparato que dejaba salir la voz de
alguien que yo no conocía. Recuerdo que mi papá me dijo que con maña podía
escuchar las emisoras. Mi mamá lo puso en lo alto del multimuebles y se volvió
otra voz en la casa. Era de una marca que no logro recordar. Hace pocos años lo
tiramos a la basura luego de estar rodando por distintos rincones de la casa.
Ese radio fue uno de los muchos intentos por escapar a la oscuridad que nos
rodeaba, en ese nuevo barrio de gente rara que miraba a la calle por las
hendiduras de la puerta.
En las madrugadas cuando
íbamos al colegio, las rancheras que hablaban de venganzas y de asesinatos, nos
acompañaban en el desayuno, y luego en la buseta los primeros treinta minutos
antes de quedar dormidos.
Aquella loma coronada por una
torre de alto voltaje eléctrico fue cediendo paso al futuro. Los vecinos
empezaron a irse como en una diáspora apocalíptica que anunciaba el fin de la
calle. Cuando nos mudamos eran aproximadamente siete familias. Los primeros en
irse fueron los del lado derecho. El marido le metió cachos a la mujer con una
hermana de la vecina del lado izquierdo. Se armó el escandalo con un final
triste, se fueron. Y se llevaron a sus hijas que lloraban porque no se querían
ir. Justo en ese hueco, pararon un colegio.
Luego se fue la vecina rara
que conocía el nombre del ladrón del barrio. Siempre con sus ojos saltones y
despeinada. De su casa provenía un aroma a jazmín que invadía las madrugadas
cuando nos íbamos al colegio. No supimos por qué se mudó. Una madrugada cuando
despertamos, ya se había ido. Y la mata de jazmín de su casa se fue muriendo. En
ese lugar pararon otra casa.
Así pasó con los otros. Les prometieron
una vivienda en un barrio mejor y se fueron. Pero no hubo un barrio mejor. Solo
les dieron casas de cemento en calles pequeñas, alejados de todo, con otros
extraños igual de jodidos que ellos. Y la loma continuó allí con nosotros. Miro
ahora cada espacio y recuerdo a la niña del vestido rojo y su hermana que
asistían a los cultos evangélicos y se vestían con faldas porque no tenían otra
opción.
Mandela es eso. Un montón de
gente que se viste de gala los domingos para olvidar que siguen siendo pobres y
que cuando llueve puede que se queden sin casas. Yo estuve dentro de ellos,
como un extraño que no encajaba en sus dinámicas ni en sus colores. No puedo
recordar el día en el que nos volvimos habitantes de tierra como el resto. No
logro recordar el momento en el que no pudimos evitar saludar mientras
bajábamos la calle.
Ahora semana santa es otra
cosa. En aquellos primeros años, la gente se iba a sus pueblos y quedábamos
nosotros cuatro vagando por la calle con el consejo de mi mamá de no dejar la
casa sola. Y fuimos creciendo, ganando excentricidades. Y el barrio se fue
moviendo al ritmo de la champeta de moda.
Están invadiendo la loma una
vez más. Nosotros seguimos allí, en el mismo sitio. ¿Quiénes serán los nuevos
vecinos? Mi mamá se asoma por la hendidura de la puerta para ver quiénes son.
Se asoma con cuidado y va frunciendo el ceño. La casa se ha quedado pequeña
para nosotros. Ahora estamos pensando en
tirar al suelo todos esos remiendos y construirla de otro material. Tal parece
que nosotros, también queremos caminar hacia el futuro.
Pero solo en esos momentos, en
los que estamos reunidos hablando de cómo era antes todo, nos damos cuenta de
que no hay una foto, ni documento, nada que certifique nuestras historias. Solo quedan los relatos, como radios humanas,
contando lo que podría ser un invento. Sospechamos entonces, que algún día
nadie sabrá cómo eran realmente las cosas. Que dirán cualquier mentira para
rellenar el vacío de esa historia. Y que nosotros nunca existiremos, ni
habremos vivido en esta casa casi eterna, ni habremos sido anfibios, aunque la
loma siga en pie.
*Este texto fue parte del especial Memorias del Futuro de la Revista cartagenera CabezaDeGato bajo el título Anfibios en Mandela
Por: Márquez
3 comentarios:
seré breve: Me gusta, haces algo que yo no puedo ni creo que pueda hacer contar tu relación con un espacio pues nunca he sentido que pertenezca alguno. Me gusta el aire de nostalgia y al mismo tiempo enfado que se siente al contar la historia y pensar que será una de esas que puede ser una de esas quedará en el olvido por ser la historia de un lugar en constante configuración... y como siempre te digo sigue escribiendo.
Seré conciso: Es chévere la manera en que sabes interpretar los recuerdos en el actor de escribir.
Tengo una sonrisota. Eres otro tú. Me encanta. Te veo, te veo.
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