El café guarda una relación
directa con mis recuerdos. Mi papá empieza el día con un pocillo, como si con
cada sorbo algo en él se reactivara. El humito que va recorriendo la casa, el
pocillo con su rastro de café como una pincelada del destino. Todo sumado, es
parte del mismo collage. El olor a café fue parte de los aromas de mi casa, se
mezclaba con el olor a huevos revueltos, o al del ajo en aceite para el arroz. En
ocasiones ese olor es un detonante de mi memoria, colección de recuerdos que va
trazando líneas para dar forma al pasado. Por eso, el café también me recuerda
un poco a la ausencia. Ese espacio que fue quedando cuando mi papá ya no
estuvo. Entonces tomó otras formas en mi memoria.
El café trae consigo el recuerdo
borroso de mi bisabuela. Ella y el arroz de coco. Ella y el cucayo. Nos sentábamos alrededor del caldero, bañábamos
el pegao con café caliente y el manjar estaba listo. Nosotros éramos un ramillete
de piernas que andaban de un lado a otro, desordenando la casa y ella gritaba,
dando su orden definitiva, con aquella voz que retumbaba por cada rincón.
Luego, llegaba la tarde y el olor a café una vez más invadía el espacio de la
casa.