Esta generación en la que yo crecí, por muy intelectuales que nos propongamos, por muy entendidos, tuvo un comienzo común: la televisión. Sin asomo de vergüenza lo digo, empecé con ella. Esa caja mágica en la que podíamos conocer otras formas de ser felices. Primero girábamos un botón e íbamos sintonizando algún canal captado por la antena de aire. Y luego, quedábamos fascinados. Yo fui de esos que tuvo un televisor análogo, que mi mamá puso en el multimuebles de la sala y que se volvía el centro de nuestra atención por las noches. Pero a decir verdad no recuerdo mayor cosa de aquella época. Sin embargo, haciendo un esfuerzo empezaré a reconstruir algunas aristas de aquellos días de televisión. Empecemos por el Coyote y el Correcaminos con sus agujeros marca ACME. Mañanas de sábado con esos dos en su insistente relación de amor y odio. Luego, aquel especial de cine, una suerte de tributo a Steven Spielberg, en el que mis hermanos y yo nos vimos E.T. y Tiburón. Cabe resaltar que mi mamá siguió llorando, desde entonces, cada vez que veía E.T. Hubo otro momento, un especial de cine de terror en el que, todos juntos, con las puertas cerradas, nos vimos El resplandor, It y no recuerdo las otras. Sí, todo eso en la televisión. No había otra forma para nosotros abrirnos al mundo. Luego de esas películas de terror, teníamos miedo a caminar por los pasillos de la casa cuando todo estaba oscuro. ¿Y si nos salía el Payaso?