Han pasado algunas semanas
desde que anunciaron la muerte de mi tía. La noticia llegó así, sin adornos. Y
entonces, una brisa fue recorriéndome los ojos; una sensación de estar, una vez
más, frente a una vieja conocida. Debo confesar que no logro recordar el rostro
de mi tía. Llevaba tantos años en Venezuela que no logré establecer un vínculo
con ella más allá de los recuerdos que tengo de cuando mis hermanos y yo éramos
niños. Recuerdos en los que ella es una mujer sin un rostro preciso. Así suele
pasar, nos volvemos un recuerdo sin rostro en la cabeza de los demás, y con el
tiempo, la muerte es una sombra que
cruza por nuestra casa y deja esa sensación de fragilidad.
Mi papá estaba afectado, pero
era un dolor distinto. Como si la distancia y el tiempo hubiesen cortado alguna
parte del lazo entre hermanos, y quedara eso, un dolor delicado que iba por los
alrededores de papá y le dibuja un rostro que se perdía mirando en la
distancia, para intentar recuperar a la hermana que tenía en su cabeza. Mientras,
en otros momentos, lo ponía a pensar en su propia muerte, en la fragilidad de
su vida. (DA CLIC EN SEGUIR LEYENDO).