Cuando mis hermanos y yo nos
reunimos, siempre, surgen historias. Nos gusta manosear el pasado, a veces de
frente, tomando ese toro por los chachos, otras veces, andando por las orillas
procurando no pisar algún sendero que recuerde una herida que sigue sin sanar.
Nos reunimos y contamos historias de cómo era antes todo, antes del círculo en
el que nos sentamos como solían hacerlo los indígenas alrededor del fuego (o
como aún lo hacen, no lo sé).
En una de tantas reuniones
surgió el tema. Cómo era nuestra vida sin la parabólica. Sí, mientras en una
parte de la ciudad disfrutaban de la llegada de la televisión por cable, y con
ella, descubrían un mundo de contenidos nuevos, existía otra parte, esa que
crecía en las barriadas más al extremo, que apenas estaba en la lucha por
legalizar los servicios más básicos como la luz y el agua.
Era normal que en esa época,
bajo cualquier excusa, el barrio quedara sin luz. Los apagones podían durar dos
días, hasta que la gente se aburría y salía a las calles a quemar llantas. Cada
habitante llevaba la luz a su casa de manera artesanal. Compraban los cables
necesarios y siempre había un vecino que tenía el conocimiento mínimo en
electricidad y se daba a la tarea de conectar el fluido eléctrico.
Con ese problema de la luz, la
gente tenía miedo de perder sus electrodomésticos. Poco a poco el asunto fue
mejorando y los televisores en algunas salas se encendían para mostrar los canales
nacionales con ayuda de antenas de aire que la gente improvisaba. Pero es aquí,
donde comienza la historia. ¿Qué hacer
cuando los televisores no eran una pantalla llena de cosas curiosas? Los más
jóvenes se desbordan en busca de aventuras en las calles. (DA CLICK EN SEGUIR LEYENDO).