Mudarnos se volvió una costumbre. Íbamos de un lugar a otro como viajeros sin un rumbo preciso. Salimos de la casa de la abuela para recorrer caminos que empezarían a dibujar parte de nuestras vidas. Cargábamos en un camión nuestras cosas, y con cada viaje, las pertenecías disminuían. Así, el último viaje fue el menos cargado. Anduvimos con una carretilla improvisada de una calle a otra, llevando delante de nosotros lo que quedaba de las anteriores mudanzas.
En medio de todos esos chécheres que cargábamos, estaba la maleta de los adornos. Siempre fue la misma. Una maleta negra, pequeña, rectangular, antigua. Y dentro de ella, los recuerdos de otras épocas. Figuras de cerámica que tenían como misión, servir de artilugio para recordar el bautizo de alguien, el primero año de un fulanito que solo mamá recuerda, un matrimonio, ocasiones para celebrar. Por eso, por su contenido, mi mamá recomendaba tratarla con mucho cuidado.
En medio de todos esos chécheres que cargábamos, estaba la maleta de los adornos. Siempre fue la misma. Una maleta negra, pequeña, rectangular, antigua. Y dentro de ella, los recuerdos de otras épocas. Figuras de cerámica que tenían como misión, servir de artilugio para recordar el bautizo de alguien, el primero año de un fulanito que solo mamá recuerda, un matrimonio, ocasiones para celebrar. Por eso, por su contenido, mi mamá recomendaba tratarla con mucho cuidado.