A los hombres, de niños, se nos
está permitido mostrar. Sacar el pipí en cualquier parte, a fin de cuentas,
somos hombres, machos. ¿Acaso los perros no llevan su órgano viril visible y
con orgullo? ¿No es igual con otros animales? Pues, que el niño muestre para
que vaya conociendo su lugar en el mundo. Para que entienda que ese falo nos
otorga un poder, o, por lo menos, una ventaja. A las niñas, mientras tanto, las
enseñan a esconderse. A tapar su vulva en un primer momento. A no explorarla
demasiado. A dejar para la privacidad del baño aquella parte de su cuerpo. Cuando
empiezan a salirle los senos, entonces deben esconderse más. No provocar con
esos picos apuntando. Y así crecemos.
Con el tiempo esas dinámicas se
reproducen en otros espacios, recordando el sentido de la intimidad para ambos
sexo. Por un lado, la sexualidad de las mujeres sigue siendo un tabú. Se les
educa para entender que en el sexo debe mediar el amor, y que su premio es la
concepción. Y a ver la menstruación como un evento silencioso, que no debe ser
comentado. Los hombres, por su parte,
crecen para entender que su sexualidad se exhibe. Vamos por la calle y nos
podemos agarrar las bolas, porque eso es ser un hombre. El conflicto empieza,
cuando en el colegio o cualquier otro lugar, un niño se lo saca y lo muestra. Y
entonces, la profesora o el profesor se alarman. Pero el miedo no es que el
niño lo haya mostrado, a fin de cuentas es normal que lo haga (¿no fue que se
lo enseñaron?), la razón de su preocupación suele ser la misma: ¡Hay niñas en
el salón! Sí, el asunto es que la niña no puede ver eso antes de tiempo. Pero
ese es otro tema.