Hay una línea que une un recuerdo
a otro, un suceso ocurrido años atrás con algo más reciente. Un hilo, podría
decirse, que termina atando dos extremos. Pero es una tarea compleja explicar
cómo opera la memoria en esos casos. Por mi parte, debo reconocer que vivo en
una línea intermedia entre dos extremos de la memoria; que me reconozco
viviendo, aquí y ahora, con la sensación de haber estado recorriendo pasos
similares, en otra época. Tal vez por eso, mientras subía la montaña en Santa
Marta, dando pasos para llegar al Mirador de los Pinos, sentía estar caminando,
como cuando era niño, las calles de Mandela.
Recuerdo que en esa época mis
pasos intentaban ser más veloces. Perseguía los pasos de mi mamá, por la calle
oscura que parecía ser eterna. Siempre nos deteníamos antes de entrar en ella,
nos hacíamos la señal de la cruz, mirábamos la oscuridad —la
luz de las lámparas no era suficiente—, el monte que crecía en ambos lados
del camino, un monte inmenso para mis ojos de niño. Parado ahí, imaginaba los
peligros: una serpiente gigante, un hombre que quisiera hacernos daño, la misma
oscuridad cayendo sobre nosotros. Después de ese acto de fe, empezábamos el
camino intentando andar lo más rápido posible, casi al trote. En Santa Marta, subiendo
la montaña, seguía otros pasos, pasos más veloces, más largos que los míos,
pero ahora no existía ningún temor. Tal vez el vínculo eran los pasos que
querían llegan a un lugar, que atravesaban la naturaleza, o que recorrían un
camino que resultaba en cierto modo desconocido. (DAR CLICK EN SEGUIR LEYENDO)