Antes de llegar a la casa que
más fija tengo en mis recuerdos, debo decir que mi tía Marta vivió en otros
lugares. Esos otros espacios se han ido perdiendo en mi memoria, como el trazo
de una tiza sobre el tablero cuando el profesor ha borrado el tema del día, y
queda aún un rastro claro que poco a poco desaparece. En esa misma medida, las
otras casas fueron desdibujándose en la memoria, dejando solo trazos muy claros
que el tiempo amenaza con hacer desaparecer. Recuerdo las clases de costura de
la muchacha que la ayudaba en la casa. Recuerdo el pantalón que me hicieron con
el defecto en la cintura. Y esos detalles confirman el olvido inminente.
La que sigue en pie en mi
memoria es la casa que se volvió en mi refugio. La de dos pisos, que fue
cambiando con el tiempo. Que adquirió
nuevos detalles y acabados. Mis primos aún eran pequeños cuando empecé a
visitar a mi tía y me quedaba con ella en vacaciones. Al comienzo, solo era una
calle en esa urbanización. Frente a la
casa había una hilera de láminas de cinc que anunciaba que al otro lado estaba
naciendo otro pedazo de ese barrio. Y mi tía era una figura de autoridad que
regañaba una sola vez. Y nos consentía con comida.
La casa guardaba en su
interior objetos mágicos: un televisor poderoso, una biblioteca maravillosa y
una nevera llena. En la casa de mi tía conocí la televisión por cable. Mi primo
y yo durábamos horas pegados al televisor viendo Cartoon Network. En ese
entonces, él aún era más pequeño que yo. Y yo tenía más fuerza. A veces cuando
no quería jugar con él, le decía a mi tía y ella dejaba lo que estaba haciendo
y me preguntaba: ¿qué pasa? Jueguen sin pelear. Y jugábamos de mala gana al
comienzo, pero al final todo fluía.