Conocí a Nabokov un día de
universidad, sentado en una banca del pasillo. Llegó el profesor de radio –hoy
mi amigo- y me dijo: ¿quieres leerte este libro? Lo miré desconfiado, no
reconocí el nombre, pero él me aseguró que disfrutaría la historia. Era un libro
pequeño, de pasta amarrilla con la cara de una niña en su portada. LOLITA,
decía el título. Empecé a leerlo y me fui dejando llevar por la historia y sus
giros. Fui entrando en la mente de Humbert y fui conociendo a la Lolita del
título. Cada parte llegó, abriéndose como una puerta que conduce a otros
lugares. Y el final fue una estocada definitiva, contundente, me dejó con esa
sensación de querer a quien debía odiar. Con esa extraña confusión de sentir
cercano a quien fue maquillando la historia. El final me permitió establecer un
vínculo que, en ocasiones, me hace correr a buscar el libro y releerlo para
quedar prendado una vez más.
Así, me quedé con ese final en la
memoria. Dándome la oportunidad de volver a recorrer cada detalle con el
cuidado de los orfebres. Hasta que un día, rebuscando en la biblioteca de la
universidad encontré una colección de cuentos de este autor. Era un libro
realmente grueso. Fui leyendo poco a poco, saltándome algunos. Descubriendo a
un Nabokov distinto. Uno que lograba ser
político.