Han pasado algunas semanas
desde que anunciaron la muerte de mi tía. La noticia llegó así, sin adornos. Y
entonces, una brisa fue recorriéndome los ojos; una sensación de estar, una vez
más, frente a una vieja conocida. Debo confesar que no logro recordar el rostro
de mi tía. Llevaba tantos años en Venezuela que no logré establecer un vínculo
con ella más allá de los recuerdos que tengo de cuando mis hermanos y yo éramos
niños. Recuerdos en los que ella es una mujer sin un rostro preciso. Así suele
pasar, nos volvemos un recuerdo sin rostro en la cabeza de los demás, y con el
tiempo, la muerte es una sombra que
cruza por nuestra casa y deja esa sensación de fragilidad.
Mi papá estaba afectado, pero
era un dolor distinto. Como si la distancia y el tiempo hubiesen cortado alguna
parte del lazo entre hermanos, y quedara eso, un dolor delicado que iba por los
alrededores de papá y le dibuja un rostro que se perdía mirando en la
distancia, para intentar recuperar a la hermana que tenía en su cabeza. Mientras,
en otros momentos, lo ponía a pensar en su propia muerte, en la fragilidad de
su vida. (DA CLIC EN SEGUIR LEYENDO).
La muerte ha llegado a la
familia de papá en varias ocasiones. Se lleva a alguien y deja en nosotros un
hilo brillante que nos sale de la boca. Ese en el que colgamos las palabras con
las que intentamos elaborar una frase que ayude a mermar el dolor de los otros.
No puedo evitar pensar en la
muerte. Pienso en ella como quien imagina una casa vacía. Los pasillos
deshabitados, libres del bullicio; los cuadros en las paredes con aquel peso del
tiempo: polvo y telarañas. Todo eso ahí, representando lo que queda en los
otros después de la muerte.
Cuando mi bisabuela murió, un
torrencial aguacero nos bañó a todos. A los que alcanzaron a llegar al sepelio
y a los que no. Una lluvia que recorrió la ciudad llena furia. Y así era el
dolor, nos salía por todos lados, un dolor que iba calando en cada parte del
cuerpo. Ahora, la muerte era como una llovizna de madrugada, fría, diminuta, pero
estaba ahí, cayendo nuevamente.
Mi abuela, la mamá de mi papá,
ha cargado la muerte de dos hijos hasta ahora. Condenada, al parecer, a ser
testigo del final de muchas vidas. Por ratos, la veo envejecida, delgada,
frágil. Pero deja ver su mente lúcida, sus planes a futuro, sus pasos de baile
y la reconozco tan viva como siempre. Podría ser como aquel personaje que
terminó pequeña, tanto, que fue
enterrada en una caja de zapatos, como quien vivirá por encima de su tiempo y
nos despedirá a todos con lágrimas secas.
Entonces, me llega la sospecha
del tiempo, su paso inevitable, esa posibilidad de ser el recuerdo en los otros. Un recuerdo sin rostro, una silueta que no lograrán precisar. Y
estaremos en el pasado, en el pasado del pasado. Y nadie sabrá nuestro nombre,
ni nuestras historias. Seremos un olvido, la eterna ausencia. Como hoy debo
reconocer que no logro precisar el rostro de mi tía, quizás, en algún momento,
alguien dirá lo mismo mí.
por: Márquez
2 comentarios:
Me parece muy bonita tu reflexion.
Julio que lindas metaforas, la de la lluvia me gustó mucho. Bien, muy bien.
Publicar un comentario