Tengo un recuerdo fijo en mi cabeza. Mi hermano Jose y yo jugamos en la casa. No tengo claro el juego, sé que corríamos y yo trataba de atraparlo. En ese momento, nuestra casa era un cajón de madera dividido en dos, de un lado el cuarto y del otro lado, la sala y una cocina improvisada. Detrás, en el patio, se levantaban tres paredes de madera, tablas sobre tablas. Esas paredes eran el proyecto de ampliación de la casa, uno que nunca se concretó. Al lado de nuestra casa quedaba un lote vacío. Lo que separaba nuestro terreno del otro era una cerca de palos de mataratón y alambres de púas que rodeaba la extensión de tierra que le pertenecía a mi mamá.
Ahora vuelvo al recuerdo. Jose sale al patio, lo persigo, en el juego yo debía atraparlo. Él sube ágilmente a una de las paredes sin terminar, es alta la pared para mis ojos de niño. Jose queda del otro lado. Es decir, yo estoy dentro del patio y él, enganchado en la pared, con los dedos aferrados, agarrado de la parte más alta, viéndome mientras su espalda daba al lote vacío. En medio del juego, se me ocurrió coger un palo o una pala, no lo sé con precisión, e intentar pegarle en los dedos de las manos para que se viera obligado a bajar. Jose esquivaba los golpes, entonces aceleré mis lanzamientos y en uno de tantos intentos, Jose cayó. (DAR CLICK EN SEGUIR LEYENDO).