Los veinte son una edad
complicada en la que todos esperan que empieces a madurar y tú sigues teniendo
esos impulsos por hacer todo lo
contrario a lo que te dicen los mayores. Es el momento en el que quieren
desprenderte de las faldas de mamá, pero sin dar fin a su constante
supervisión. Además, con la llegada de los veinte, el conteo de los años cobra
otro sentido. Todos te empiezan a decir:
ya casi tiene treinta. ¡Dejen vivir las etapas!
Para entonces, llevas varios
años lejos de la escuela y cuando te reencuentras con los amigos son largas horas recordando momentos pasados
y poniéndose al día sobre la vida del resto del grupo. Reconoces en esas
conversaciones, los mismos deseos de volver el tiempo atrás por unas horas. Imaginar el mundo como
en aquel entonces lo veían, para poder contemplar una vez más el salón de
clases en pleno. Dejar atrás lo que en ese momento te agobia y pensar en los
ejercicios sobre Identidades Trigonométricas.
Con los veinte, llega la
nostalgia de los años anteriores. Con la adultez a la vuelta de la esquina,
deseas correr a recuperar la adolescencia. Pero las baldosas amarillas ya no
conducen a Oz. El león, el espanta pájaros y el hombre de hojalata se han marchado
para convivir con sus penas en un lugar más seguro. No existe bruja que
atemorice al pueblo, ni mucho menos hadas que concedan deseos ni castillos.
Sólo queda eso que te rodea: una cuidad gris y sin magia. Ya los cuentos no
tienen el mismo efecto, ante la constante perorata de los adultos diciéndote que
debes aprovechar tu vida, y que ese camino que has elegido no era el indicado.
Abres el álbum de fotos y ves a todos tus amigos sonrientes. Tienen las sonrisas propias de los 17, sin tantos contratiempos y con la vida en aceleración constante. Recuerdas que armaban el futuro en las hojas de atrás de los cuadernos y que cambiaban de sueños, con cada nueva historia que se inventaban. Ahora, viajas en el bus, imaginando que un torbellino te lleva de regreso a esa tierra irreal en la que se te era permitido pensar, soñar, tener esperanzas. Pero la realidad es otra, sigues inmóvil, allí, en el bus con más o menos 39 personas más, que quizás también sueñan con escapar de alguna forma, - quizás la misma -.
Abres el álbum de fotos y ves a todos tus amigos sonrientes. Tienen las sonrisas propias de los 17, sin tantos contratiempos y con la vida en aceleración constante. Recuerdas que armaban el futuro en las hojas de atrás de los cuadernos y que cambiaban de sueños, con cada nueva historia que se inventaban. Ahora, viajas en el bus, imaginando que un torbellino te lleva de regreso a esa tierra irreal en la que se te era permitido pensar, soñar, tener esperanzas. Pero la realidad es otra, sigues inmóvil, allí, en el bus con más o menos 39 personas más, que quizás también sueñan con escapar de alguna forma, - quizás la misma -.
Sólo te queda, entonces,
añorar los zapatos rojos de Dorothy, para dar tres golpes con ellos y poder
desaparecer rumbo a casa. Y es que ese
lugar al que llaman hogar, es mucho más que cemento y varilla – cuando no,
tablas y clavo-. Tu casa siempre será, dónde dejaste enterrado el corazón. Ese
lugar con el que sueñas cuando deseas un poco de paz; en el que armaste mundos
imposibles que te hacían creer en el futuro. Antes, mucho antes, de que te
empezaran a moldear las alas. Deseas volver el tiempo, a esos años en los que
lo más terrible era comprender tu propio desarrollo hormonal. Y no ahora, cuando quieren
que te gradúes para que trabajes, y al ver tu desempleo te piden que estudies
algo y luego, que nuevamente te gradúes y trabajes.
Los veinte se vuelven, si
así lo queremos ver, en la excusa perfecta para perseguir sueños. Para escapar
de esta Kansas amurallada que poco a poco pierde su magia. Para seguir nuestro
propio camino a algún destino desconocido y luego, cuando queramos descansar,
si tenemos los zapatos de Dorothy, dar tres golpes y regresar a casa.
Y es que esta edad, maldita
edad, nos condena a estar alejados de la irracionalidad de la adolescencia y de
la madurez aparente de los adultos. Nos vuelve islas en medio de un océano de críticas
absurdas y sin sentido que buscan orillarte. Te das golpes contra paredes
enteras y continúas. Te equivocas y te deprimes, pero vuelves a intentarlo. Crees
en el amor aunque duela. Luego, ya no creerás tanto. Tener veinte o veinte tantos…
es como haber subido hasta el último piso del rascacielos – en la adolescencia-
y ahora, tener ganas de tirarte. ¡Lanzarnos es el mejor riego, cuando los lazos
de los demás intentan atarnos!
El vídeo para esto es: PhotoGraph
Por: Márquez.
4 comentarios:
¡Me gustó mucho!
Ay Julio que bonita entrada. :)
Es una interesante forma de ver las cosas, las personas a veces no logran transmitir la poesia necesaria a su vida, y alguno acabamos viviendo la vida que otros han diseñado, incluso la que otros ambicionan.
uff esa canción...y el texto está bueno JC me recuerda a eso de los que hemos hablado tantas veces...muy bacano hermano
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