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lunes, 11 de septiembre de 2023

Dedos aferrados



Tengo un recuerdo fijo en mi cabeza. Mi hermano Jose y yo jugamos en la casa. No tengo claro el juego, sé que corríamos y yo trataba de atraparlo. En ese momento, nuestra casa era un cajón de madera dividido en dos, de un lado el cuarto y del otro lado, la sala y una cocina improvisada. Detrás, en el patio, se levantaban tres paredes de madera, tablas sobre tablas. Esas paredes eran el proyecto de ampliación de la casa, uno que nunca se concretó. Al lado de nuestra casa quedaba un lote vacío. Lo que separaba nuestro terreno del otro era una cerca de palos de mataratón y alambres de púas que rodeaba la extensión de tierra que le pertenecía a mi mamá. 

Ahora vuelvo al recuerdo. Jose sale al patio, lo persigo, en el juego yo debía atraparlo. Él sube ágilmente a una de las paredes sin terminar, es alta la pared para mis ojos de niño. Jose queda del otro lado. Es decir, yo estoy dentro del patio y él, enganchado en la pared, con los dedos aferrados, agarrado de la parte más alta, viéndome mientras su espalda daba al lote vacío. En medio del juego, se me ocurrió coger un palo o una pala, no lo sé con precisión, e intentar pegarle en los dedos de las manos para que se viera obligado a bajar. Jose esquivaba los golpes, entonces aceleré mis lanzamientos y en uno de tantos intentos, Jose cayó.  (DAR CLICK EN SEGUIR LEYENDO).


El recuerdo de la caída es una sombra. El cuerpo de mi hermano aparece ante mis ojos como un bulto pesado que cae sin poner resistencia. Lo veo una y otra vez. Del fondo de la memoria llega el grito. Me sale del estómago. Grito su nombre, Jose, tan fuerte, tan claro, que olvido que es un recuerdo y estoy otra vez en el patio, corro hasta el otro lado y lo veo enganchado en la cerca, el alambre de púas en sus piernas. No sé cómo, pero llego hasta donde está y con una fuerza inusual, lo levanto. Alzo a mi hermano de nueve años como a un bebé. La pierna de Jose está sangrando. El alambre logró romperle la piel. La herida es grande. Me dan ganas de llorar. Le echo agua y no recuerdo nada más. 

Es curiosa la memoria. Esos juegos que tiene. Recordamos el momento del grito, la caída y la sangre, pero olvidamos el resto. No sé qué dijo mi mamá, no sé qué hicimos Jose y yo después de eso. La casa ya no es un cajón de madera, si cerramos los ojos, no logramos ubicar el lugar donde estaba la mesa de la estufa y el cilindro de gas. La memoria desplaza esa geografía, la desgasta, para que, dentro de la nueva casa, imaginemos un mapa en el que reacomodemos las cosas y sepamos los pasos que dábamos antes; para que nos veamos correr, atravesar la pequeña sala y salir al patio.  

 Ahora que estamos grandes, me pregunto qué recordará mi hermano, cómo fue para él vértigo de esa caída. A veces hablamos de ese momento, pero nunca lo hacemos para descifrar al otro en su momento de drama. Jose cayendo, yo gritando, Jose cayendo, yo corriendo. Un silencio largo recorriendo el patio, la casa, el lote vacío. De tantos recuerdos con mi hermano, tengo ese presente en mi cabeza. Tal vez porque herirlo nunca fue mi intención o porque, de alguna manera, ese recuerdo define nuestra relación. Hemos sido así: dos que juegan, se descubren, caen, la herida sangra, un alambre de púas nos rodea las piernas, pero siempre uno u otro está dispuesto a correr a levantar el cuerpo del hermano que cuelga asustado, herido. 


Por. Márquez

1 comentario:

Graff dijo...

Y el recuerdo sigue vivo. En aquel entonces fue doloroso, pero, hoy, es divertido. Hizo parte nuestra relación y sigue siendo a través del recuerdo.