La memoria, ese espacio de
nuestra mente en el que albergamos todos esos pedazos de tiempo en los que éramos
otros, quizás los mismos, pero en contextos distintos. Esa memoria que nos mata
a veces con el collage de historias que
construyen caminos que van surcando nuestros rincones más sensibles, es la
misma que nos llena de una nostalgia sonriente cuando revivimos ese antes que
sigue tan presente.
Recuerdo la escuela, el
edificio que se mostraba enorme ante mis ojos, el patio, los palos de mango. El
reencuentro con todos esos alumnos de épocas diferentes me ayudó a entender que
simplemente no podemos evitar pertenecer a algo. A una comunidad, a un grupo de
amigos, a un grupo de estudio, a un taller literario, a una familia. Ellos
estuvieron antes y después de que yo en ese mismo espacio. Algunos recorrieron
esos pasillos cuando aún no tenían baldosas, y otros los recorrieron cuando la
sala de informática tenía internet banda ancha.
Yo recorrí esos pasillos
cuando faltaba un año para cambiar el uniforme. Conocí a mis amigos en ese patio eterno, el mismo en
el que desplegábamos la imaginación para construir historias de culebrones en los que los protagonistas terminaban
felices. Comimos en el restaurante un “chosy de pollo” que luego descubrimos no
se llamaba así y un jugo de corozo fermentado.
El colegio se nos mostró
como una casa amiga en la que era posible ser santos, la única condición era
estar siempre alegres. ¿Pero cómo vivir alegres cuando nuestros hogares tenían
problemas? Quizás ese era el reto. Por eso Don Bosco estaba siempre ahí, con su
cara sonriente, a pesar de su historia.
Y nosotros crecimos en medio de la fe a Dios y a María Auxiliadora, entonando canciones que
nos recordaban que “no ha nacido amigo para estar triste”.
Supe ese día del reencuentro
que todos habíamos cantado lo mismo. Que todos éramos parte de ese mundo
salesiano que nos enseñó a compartir con el otro, a ser amigos para ser
felices. Por eso recordé a mis amigos, sus caras sonrientes, sus cuerpos
lánguidos, los cuadernos y las tareas, la misa cada 24 de mayo, las olimpiadas
y nosotros caminando por cada pasillo, cada uno a su propia velocidad,
construyendo el mundo ideal que luego entraría en crisis con lo que afuera nos
esperaba.
La casa que acoge, la
iglesia que evangeliza, el patio para ser amigos, los talleres para formar en
el trabajo que dignifica. Todo eso era nuestra escuela. Nosotros con el
uniforme haciendo la fila cada mañana para recibir los buenos días, una
enseñanza cada mañana, un regaño, una noticia, como metáfora del tiempo, de ese
que parece estar estático y cuando menos lo creemos, nos sorprende. ¡Estamos
por graduarnos!
Luego, nos quedan las fotos.
Los amigos que ríen contigo cuando el tiempo pasa. Te siguen quedando las
historias, esas que parecen imposibles. El edificio cambia, los profesores son
otros, los alumnos son distintos, cada generación tiene su peculiaridad, pero
existe algo que se mantiene. Es como un olor, una presencia, una historia, un
color, algo, no sé bien qué. Pero lo veo en los ojos de todos los que egresan
del colegio, es una señal, una marca. Mis amigos la tienen, mis compañeros de
clase la tienen. Es como la luz que nos queda luego de haber intentando ser
santos y felices, cada uno a su manera. La que nos invita a seguir intentado
ser felices, y ya no tan santos.
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