El café guarda una relación
directa con mis recuerdos. Mi papá empieza el día con un pocillo, como si con
cada sorbo algo en él se reactivara. El humito que va recorriendo la casa, el
pocillo con su rastro de café como una pincelada del destino. Todo sumado, es
parte del mismo collage. El olor a café fue parte de los aromas de mi casa, se
mezclaba con el olor a huevos revueltos, o al del ajo en aceite para el arroz. En
ocasiones ese olor es un detonante de mi memoria, colección de recuerdos que va
trazando líneas para dar forma al pasado. Por eso, el café también me recuerda
un poco a la ausencia. Ese espacio que fue quedando cuando mi papá ya no
estuvo. Entonces tomó otras formas en mi memoria.
El café trae consigo el recuerdo
borroso de mi bisabuela. Ella y el arroz de coco. Ella y el cucayo. Nos sentábamos alrededor del caldero, bañábamos
el pegao con café caliente y el manjar estaba listo. Nosotros éramos un ramillete
de piernas que andaban de un lado a otro, desordenando la casa y ella gritaba,
dando su orden definitiva, con aquella voz que retumbaba por cada rincón.
Luego, llegaba la tarde y el olor a café una vez más invadía el espacio de la
casa.
En algunas fotos mi papá nunca
sale. No sale porque no estuvo en esos momentos. No fue posible extrañarlo. Cómo
extrañarlo si vivíamos algo nuevo y él no era parte de eso. Fue quedando atrás,
atrás y con promesas rotas. Fue quedando en el vacío de las fotos. Luego cayó
en el polvo de la casa, en las pisadas, en esos rasgos nuestros que heredamos
de él, mientras el guiso en la cocina alternaba con el cigarrillo para ir
ocupando un lugar en el olfato de los habitantes de ese espacio en tono gris
que nos encerraba en cuatro paredes; o en algún sitio de la memoria.
El agua hervía en la olla, el
café entraba en la mezcla y el olor empezaba. Que el café sello rojo es el
mejor, decía ella. Íbamos por la bolsita roja, traíamos el mandado, y ella
seguía con el cigarrillo en la boca, le daba la vuelta y termina de fumarlo. Mi
papá salía de su cuarto, tomaba un pocillo grande. Y el sol caminaba con pasos
cortos, atravesando la sala, arrastrando la sombra a las esquinas. Las mañanas en
la casa de mi bisabuela se resumían a eso, a una casa pulcra que empezaba a
bañarse en olores.
Mi mamá, por su parte, hizo del
café un recuerdo lejano. Lo alejó de nosotros, de nuestro olfato. Alrededor de
ella olía a harina para bollos, a colada, a ese arroz hecho con afán que iba
dando espacio a las lentejas y los fríjoles.
Mi mamá tomaba panela y la echaba en leche. Luego venía ese olor a canela. Hoy, esos
aromas nos remontan a las mañanas en las que corríamos a bañarnos, a coger la
buseta. Cuando el frío nos tomaba por el cuello y nos acompañaba todo el
camino. Cuando llegar temprano al colegio era todo un desafío.
Ahora, el café sigue hirviendo. La
olla tiene manchas que confirman el paso del tiempo. Nosotros somos hombres
solitarios que se abrazan cada 31 de diciembre.
Y la luz, como una frágil vela, nos cobija por poco tiempo. Recurrimos
al lado oscuro, quizás motivamos por el color del café. Ese olor sigue ahí,
dando vueltas en mi cabeza, en los recuerdos, en las esquinas. Mi bisabuela ya
no está y su casa es un terreno en alquiler. Pero la memoria captura todo, lo
deja intacto; es el mejor álbum. La memoria nos condena al recuerdo eterno, a
esa sombra que hiere en ocasiones, a ese sonido que nos devuelve a otros años,
a ese olor, como a café, que nos hacer viajar por los bordes del pasado para no
caer en terrenos áridos.
Por: Márquez
2 comentarios:
los olores de la mañana, siempre avivando nuestra memoria, trayendo al presente eso que alguna vez hizo parte de nosotros. Buen escrito Julio.
Buenos recuerdos y vivencias...
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