A los hombres, de niños, se nos
está permitido mostrar. Sacar el pipí en cualquier parte, a fin de cuentas,
somos hombres, machos. ¿Acaso los perros no llevan su órgano viril visible y
con orgullo? ¿No es igual con otros animales? Pues, que el niño muestre para
que vaya conociendo su lugar en el mundo. Para que entienda que ese falo nos
otorga un poder, o, por lo menos, una ventaja. A las niñas, mientras tanto, las
enseñan a esconderse. A tapar su vulva en un primer momento. A no explorarla
demasiado. A dejar para la privacidad del baño aquella parte de su cuerpo. Cuando
empiezan a salirle los senos, entonces deben esconderse más. No provocar con
esos picos apuntando. Y así crecemos.
Con el tiempo esas dinámicas se
reproducen en otros espacios, recordando el sentido de la intimidad para ambos
sexo. Por un lado, la sexualidad de las mujeres sigue siendo un tabú. Se les
educa para entender que en el sexo debe mediar el amor, y que su premio es la
concepción. Y a ver la menstruación como un evento silencioso, que no debe ser
comentado. Los hombres, por su parte,
crecen para entender que su sexualidad se exhibe. Vamos por la calle y nos
podemos agarrar las bolas, porque eso es ser un hombre. El conflicto empieza,
cuando en el colegio o cualquier otro lugar, un niño se lo saca y lo muestra. Y
entonces, la profesora o el profesor se alarman. Pero el miedo no es que el
niño lo haya mostrado, a fin de cuentas es normal que lo haga (¿no fue que se
lo enseñaron?), la razón de su preocupación suele ser la misma: ¡Hay niñas en
el salón! Sí, el asunto es que la niña no puede ver eso antes de tiempo. Pero
ese es otro tema.
Ahora bien, los baños públicos y
los de los colegios, se configuran en un espacio que concreta estas formas de
ser. En los baños de mujeres todo huele bien, siempre hay papel, y todo está
cuidadosamente dividido. Cada compartimiento es la posibilidad de un espacio
íntimo dentro del baño. Su sexualidad oculta, es reafirmada en los baños donde
se hace necesario que cada una se oculte de la otra. Cosa distinta ocurre con
los hombres, nuestros baños estaban llamados a mostrar. Hasta hace poco existía
una línea de orinales, uno al lado del otro, sin ninguna división, que nos
imponía la obligación de estar expuestos a la mirada del otro. Y en ese mismo
sentido, estar tensionados, pues, mirar al otro no era un buen signo.
En los baños, debíamos sacarlo y
orinar sin vergüenza. Porque, ¿acaso todos no tenemos lo mismo?, señalaban los
más viejos. Como si la necesidad de privacidad no existiera. Como si esa
palabra solo estuviese destinada a un hecho demasiado escabroso como para ser
visto: cagar. Nadie caga delante de nadie y menos un hombre. En esa posición
tan sugerente, en ese momento de tal vulnerabilidad, lo mejor es estar encerrado
y solo. El ano, como talón de Aquiles de la masculinidad, debe ocultarse.
Convirtiendo al ano en la antítesis del falo. Como diría un Beto Preciado: la heterosexualidad
está medida por la castidad del ano, y por ahí derecho la masculinidad.
Mostrarlo o exponerlo a la mirada de otros, sería arriesgar demasiado. Pero el
pene, el pene es el centro del poder, ocultarlo no tiene sentido. Lo digno es
ostentarlo como quien sabe que con él, el mundo cobra otro significado.
Hay otro punto a señalar. La
higiene es también un asunto poco masculino. El hombre solo se limpia lo
necesario. No en vano los grandes iconos de la masculinidad de vieja data estaban siempre un poco sudados y un poco
sucios. Por eso, basta con ir a un bar o a una taberna para descubrir que los
baños son pensados como espacios en los que solo es necesario tener donde echar
el orín. Un rectángulo de cemento en el que es posible que orinen dos o más al
tiempo. Porque los hombres no necesitan más. Y en los centros comerciales
escaseaba el papel, el jabón, y la privacidad.
Mientras los baños de mujeres, aun en sus peores versiones, tratan de
imitar el baño de la casa de la Barbie. O miremos los productos de belleza que
se destinan solo a la mujer, reafirmando el estereotipo de una mujer que debe
atesorar su belleza como algo que le
garantizará tener una moneda de cambio en el ámbito social y afectivo. Mientras
para el hombre todo se limita a crema para afeitar y un champú para evitar la
caspa y prevenir la caída del cabello. Desconociendo que, quizás, algunos
deseen tener brillo o unos rizos hidratados.
Así, si eras de esos niños que se
avergonzaba por orinar delante de los otros o de los que se preocupaba por tener
las manos lo bastante limpias, corrías el riesgo de ser mirado con sospecha.
Como si esos detalles tuyos, apuntaran a una fragilidad en tu masculinidad.
Como si se desdibujara tu “ser hombre”. Quizás por eso, hoy resulta tan extraña
esta nueva tendencia de los hombres a estar más pendientes de su apariencia.
Esta nueva necesidad de espejos en los baños, de gel antibacterial, hace que
los más ortodoxos se pregunten por el nuevo sentido de la masculinidad. Como si
su radar no lograra ubicar estos comportamientos dentro de lo que se supone
debe ser un macho. Es muy reciente la aparición de divisiones en los orinales
para hombres, como si solo hasta hora, la privacidad nos hubiese sido
concedida. Y como si, solo hasta ahora, se estuviese reflexionando acerca de un
hombre que no siempre está dispuesto a mostrar su sexo y que posee una
necesidad de reconocer su cuerpo sin la mirada de otros sobre él. Sin que se
haga preciso saber cuánto le mide ahora que está grande o si ya le salieron los
pelos en la verija. Como hombres, sin importar la orientación sexual, también
tenemos derecho a construirnos y enunciarnos desde la fragilidad.
Lo que necesita una sociedad que
se precia de ir siempre hacía adelante, es cambiar su concepción sobre el hombre
y la masculinidad. Y una de las formas puede ser, otorgándole la posibilidad de
vivir y explorar su lado más sensible y emotivo, su parte más frágil, y tener
momentos de intimidad, de pena y de
pudor sin que se le reproche
nada. Que se entienda al hombre como un sujeto que se construye desde distintas
esferas y categorías que lo cruzan y por las cuales él transita. Haciendo
posible explorar nuevas formas de ser masculino. Los baños pueden ser un
ejemplo de ello. Baños más aseados, con un sentido amplio de la intimidad, que
no nos encasillen. Que no importe si orinas sentado o parado. Para que los
baños no sean espacios de reafirmación de una presunta condición de autómatas
emocionales. La masculinidad rígida debe ir quebrándose, para dar paso a una
forma menos tensionante de ser hombre.
Por: Márquez.
2 comentarios:
Hay muchas cosas que querría decirte a raíz de tu escrito, pero voy a quedarme con la fragilidad de lo másculino. En mi experiencia, la másculinidad era una cosa monolítica que se daba por sentado. Recuerdo mucho que a veces (cuando era cosa de urgencia) mis amigos o mis tios y yo, orinabamos al mismo tiempo en el inodoro. Lo importante era mirarse uno mismo, concentrarse en su ombligo, nada de desviar los ojos. Lo mismo ocurría cuando la polícía me llevó a una bodega, pasamos toda la noche en un camión, y si uno tenía que orinar, sacaba a su amigo por el lado y orinaba hacia la calle. Se supone que un hombre puede orinar en público sin problema, sin importar quién lo esté mirando. Pero ese orgullo de ser hombre, de tener un pene que zarandear en público, se ha visto conflictuado por el mundo moderno.
Las mujeres han hecho un trabajo serio de deconstrucción y construcción, se han pensado bien, se han soñado, se han liberado. Mientras tanto, la masculinidad monolitica se ha quedado allí, sin saber que hacer con la vida, reclamando como exclusivos unos espacios que ya no le pertecen del todo, y recordando esa bella epoca de antes, cuando podían bajarse los pantalones y asustar a las señoras.
Me ha encantado leer esto! Lo he disfrutado completito, lo que dices es cierto y me parece que lo de "macho, machote, pecho peludo" es algo marcado más fuerte en algunas regiones de nuestro país, que en otras, pero en todo lado se ve y la verdad, me parece una pena que a estas alturas existan hombres que se sientan "más masculinos" por el tamaño de su pene, que por sus acciones ante cualquier persona.
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