Hemos nacido tan cerca de él,
que nadie lo cuestiona. Nadie pone en duda su existencia; como si fuese
demasiado obvia para sugerir que, quizás, es solo un sueño colectivo. Que todos
nacemos para caer en el juego de imaginar un espacio lleno de agua que almacena
en su interior un poder secreto. Nadie se cuestiona el mar. Ni sus olas, ni su
espuma, ni ese sonido que viene con él por las noches. Ni ese miedo que produce
la oscuridad que lo abriga mientras sus aguas siguen cantando como sirenas de
mil años.
Ha estado por tanto tiempo
ahí, que nadie sospecha de él. Nadie piensa que un día podría levantarse y con
una sola de sus piernas hundiría el mundo que conocemos. Lo vemos ahí, tragarse
el sol cada tarde. Anidar en su vientre montones de peces y algas. Teñirse de
los más variados colores. Enfurecer durante los días de lluvia. Comerse
kilómetros de playa.
Ese asunto que tiene con el
cielo, parece no resolverse. Ambos azules, como si fuese un reflejo del otro. Incapaces
de tocarse. A menos que exista una escalera, como en aquella película, que
permita pasar de uno a otro. Azul contra azul se mantienen a una distancia
prudente.
Entramos al mar como los hijos
que vuelven a casa. Los reptiles acuáticos que éramos se manifiestan en
nosotros cuando entramos a él. Años y años de historias, de sabiduría ancestral
pasa por nuestra piel cuando por un breve instante recordamos lo que era tener
escamas.
Nadie se cuestiona el mar. Ni
el niño que se queda en la orilla por el miedo. Ni mamá cuando flota boca
arriba. Ni mi abuela cuando casi se ahoga y pedía ayuda. Ni los que se van
hasta el fondo. Ni Jaime que lo tenía por terraza. Ni el joven que se hunde y
escucha el mundo bajo el agua.
Esa cicatriz inmensa de agua,
parece haber estado todo el tiempo ahí. Como si nuestra historia no fuese
nuestra sino de él. Como si nos estuviese relatando, noche tras noche, al sol,
a la luna y a las estrellas. Les habla de cómo vinimos al mundo, de cómo vamos
a morir. Conocedor de todo, vive reposando en su pedazo de planeta, esperando
cumplir con su profecía. Para un día abrir sus fauces y tragarnos a todos,
devolviéndonos la posibilidad de ser parte de él y prolongar nuestra
existencia.
… pero solo lo contemplamos. Intentando
guardar en nuestra memoria su terrible belleza.
Por: Márquez
1 comentario:
Muy bien escrito. Aparte de mis amigos y mi familia, lo que más extraño de Cartagena es esa posibilidad de ir al mar o más bien a la playa a escucharlo.
PD. Buena la estrategia de los enlaces a otras publicaciones.
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