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domingo, 14 de junio de 2020

Diario incompleto de una cuarentena (o las ficciones del encierro)




Día 1


Antes de que sonara la alarma para el toque de queda, corrí a la panadería de la esquina a comprar unas mogollas de 200. Desde lejos pude ver a la gente amontonada gritando para quedarse con alguno de los pocos panes que estaban en la última bandeja. Llegué, miré al muchacho que siempre atiende, un flaco de ojos profundos, le grité para que me diera dos panes de esos. Me los entregó por encima de la gente. Pagué y volví corriendo a mi casa. Me sentía ganador. El toque de queda empezó. F y yo hablamos por celular de cómo hubiésemos celebrado estos meses juntos, en otras circunstancias. Nos reímos, y luego, con cierta tristeza, colgamos. Una hora después, me veía en el computador una serie sobre una familia judía y sus dramas. El hambre empezó a asomarse y fui por los panes, descubrí que había comprado unos de queso con arequipe, la peor elección para mí. Me sentí estafado. Poco a poco, con calma, el silencio fue ocupando la casa, la calle, el cuarto. Me sentí solo. Me sentí como la persona más sola de la cuidad.


***


Un día impreciso cumple una amiga, nos reunimos por zoom, nos vemos las caras después de cierto tiempo, la distancia desaparece. Quienes no tienen conexión siguen afuera, lejos de este vínculo que creamos a través de las pantallas, para recordar que seguimos siendo parte de algo, un grupo de amigos, por ejemplo. Pero estar por fuera es también un juego, porque nunca se está del todo afuera cuando, al reunirnos, empezamos a preguntar por quienes no están. Cantamos el cumpleaños, nos tomamos una foto, guardamos para mañana un recuerdo de lo que en ese momento significa estar forzosamente encerrados. 


***


En la fila para entrar a comprar comida, la gente se mira con cierta cautela. Hay quienes se concentran en el celular, quienes cierran los ojos por momentos y sueñan con calles llenas de gente, con busetas de socorro-sierrita que se van de lado. fin del sueño. De repente aparece un tipo en un traje espacial, sin decir palabra, enciende su aparato y comienza a lanzar algo, un líquido que, al parecer, limpia el espacio. La gente se mueve, el tipo pasa su aparato, limpia, y la fila vuelve a su lugar. Nunca antes una cosa así había ocurrido. Nunca alguien había llegado de la luna, solo para limpiar los pasillos de un centro comercial.  (DAR CLICK EN SEGUIR LEYENDO)



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Día 15


Hoy pude comprar mogollas integrales. Bueno, al menos no eran de queso con arequipe. Comí arroz con leche y me senté a intentar adelantar un poco la tesis. No pude. Terminé viendo otro capítulo de la serie. Mientras lo veía paré y llamé a mi mamá. Hablamos sobre el taxista, un tipo que aparentemente murió por el virus. Mi mamá me ha dicho que no se asoma a la calle. Que a las seis cierra puertas y ventanas. Durante la conversación, me contó que mi papá la había llamado. Me hablo de las tareas de mis sobrinos, del guiso que había preparado. Antes de colgar, me dijo que me cuidara. Con el celular en la mano derecha, me acomodé un poco en la cama y me quedé pensando en los cuerpos diminutos que debían estar caminando sobre mi cuerpo. Seres pequeñitos que me recorren y que hacen de mi cuerpo una ciudad caliente. Por whatsapp mis amigos enviaban links, tuits, todo sobre el virus. Había nuevos casos en la ciudad. La hermana del taxista había dado positivo.


En la serie, el muchacho jugaba con su prima a suponer sobre qué hablaban las parejas que veían pasar por la calle, desde su balcón. Fingían que hablaban como un par de ancianos. Una pareja que podía tener más de 70 años. Si estuvieran en Cartagena, pensé, esos señores estarían en riesgo. Como mi abuela. Me quedé dormido, mientras pensaba  en la noche como una tela oscura que cortaba con mis dedos. Se me puso el cuerpo pesado y me dejé ir.


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En el Centro Comercial, la gente queda en silencio por algunos minutos, como si todos necesitáramos tiempo para asimilar lo que ocurre. Ese silencio se rompe cuando, en el fondo, un señor pelea con el vigilante porque se quiere sentar en un lugar prohibido. Ahora, no estamos seguro de cuáles son los lugares permitidos, parece que todo el exterior está bajo sospecha. 


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Día 6


Han dicho que podemos trabajar con un horario más flexible. Que podemos turnarnos. Hacer acuerdos para no dejar la oficina sola. Pensé en eso de regreso a casa. El señor del taxi llevaba puestos un tapabocas y unos guantes de latex. Era una escena curiosa. Atrás, yo tenía ese tapabocas que parece un pico cuadrado y él, parecía el científico genio malvado, de alguna caricatura.  F me llamó para decir que había conseguido huevos. Que había poca gente y la fila estaba corta. Que me los llevaría a la casa. Antes de que llegara, pude bañarme, poner la ropa al sol, dejar los zapatos en el patio.


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El día de la madre fue toque de queda, no pude estar con mi mamá como todos los años. El día anterior preparé todo, fui a su casa, me limpié antes de entrar, me lavé las manos, le di un beso, nos sentamos a comer lo que había llevado. Ayudé a mis sobrinos a hacerle una tarjeta, con cartulina, marcadores y papel foami. Al final, debía regresar. Hubo un silencio, una sensación de soledad entre nosotros. Estábamos juntos en ese momento, pero una pulsión interior nos decía que realmente estábamos solos. En los ojos de mi mamá vi las lágrimas contenidas, leí su soledad, su orfandad de madre sin hijo, su orfandad sin nombre. 


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Día 20


En Facebook pude ver varios videos de la ciudad durante el Toque de queda. El centro histórico vacío. Las calles sin gente. Imágenes que hace unos meses eran impensables. Podría recorrer esas calles y gritar mi nombre, tan alto, tan claro, que recibiría de regreso la voz de Dios buscando compañía. Quizás el virus está en esos espacios vacíos muriendo de soledad. Pero en la cama, volví a pensar en los micro-cuerpos que me recorren. Personitas del tamaño de un virus, personitas haciendo un picnic en mi pecho, buscando refugio del sol en mis cejas. Imagino que el virus me habita y que tengo miedo de pasárselo a alguien más. Me lavé las manos cinco veces antes de acostarme. Me lavé las manos para sentir que podía seguir vivo otros minutos. Me dormí como quien cae en un abismo, como quien descubre que no hay otra opción.


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F y yo hablamos a través de la reja. Tomé el cartón de huevos y antes de ponerlo en el mesón, lo rocié con alcohol. Al abrirlo, descubrí que no eran huevos, eran flores redondas, de colores, flores que si las tocaba se convertían en frutas ovaladas. Me lavé las manos y volví para seguir hablando. Le pregunté qué había comprado y me dijo que eran huevos de cuarentena, huevos especiales para esta situación. Le creí. Estábamos a dos metros de distancia, riéndonos a través de una reja, reflexionando sobre los dichosos huevos, cuando recordamos la hora y eran las 5:20. F subió a su moto y arrancó. Faltaban 40 minutos para el toque de queda. La moto iba rápido, tan rápido que podría jurar que nunca estuvo parada frente a mi casa.  Tan rápido que apenas alcancé a estornudar cuando  mi celular sonó con un mensaje: “ya llegué”. Me dediqué a leer, solo he podido leer: el libro es azul. Hay magia, la magia de estar en contacto con la naturaleza, con los trabajos del amor. La magia de tener un cuerpo que parece barro, tierra, un cuerpo con otros cuerpecitos que le caminan encima.


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Día 33 y ½ 
 

Es una escena que se repite. Las paredes blancas, la cama, el abanico, una bolsa negra que cuelga de un clavo, el oso blanco que mira desde lejos pidiendo algo: ternura, tal vez. La escena es la misma porque pasan los años, pero hay ciertos momentos en los que podía jurar que sigo estancado, suspendido en el aire. Repitiendo el mismo día, la misma semana, el mismo año. 


Por: Márquez

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como siempre, me parece fascinante leerte. Me gusta como describes la Soledad de la cuarentena.