Hay una línea que une un recuerdo
a otro, un suceso ocurrido años atrás con algo más reciente. Un hilo, podría
decirse, que termina atando dos extremos. Pero es una tarea compleja explicar
cómo opera la memoria en esos casos. Por mi parte, debo reconocer que vivo en
una línea intermedia entre dos extremos de la memoria; que me reconozco
viviendo, aquí y ahora, con la sensación de haber estado recorriendo pasos
similares, en otra época. Tal vez por eso, mientras subía la montaña en Santa
Marta, dando pasos para llegar al Mirador de los Pinos, sentía estar caminando,
como cuando era niño, las calles de Mandela.
Recuerdo que en esa época mis
pasos intentaban ser más veloces. Perseguía los pasos de mi mamá, por la calle
oscura que parecía ser eterna. Siempre nos deteníamos antes de entrar en ella,
nos hacíamos la señal de la cruz, mirábamos la oscuridad —la
luz de las lámparas no era suficiente—, el monte que crecía en ambos lados
del camino, un monte inmenso para mis ojos de niño. Parado ahí, imaginaba los
peligros: una serpiente gigante, un hombre que quisiera hacernos daño, la misma
oscuridad cayendo sobre nosotros. Después de ese acto de fe, empezábamos el
camino intentando andar lo más rápido posible, casi al trote. En Santa Marta, subiendo
la montaña, seguía otros pasos, pasos más veloces, más largos que los míos,
pero ahora no existía ningún temor. Tal vez el vínculo eran los pasos que
querían llegan a un lugar, que atravesaban la naturaleza, o que recorrían un
camino que resultaba en cierto modo desconocido. (DAR CLICK EN SEGUIR LEYENDO)
Los pasos evitando el barro,
pisando firme para subir un poco más, los pasos que evitaban resbalarse. En Mandela también debíamos subir dos lomas, también debíamos evitar poner el pie
en el barro, aunque a veces solo había barro. Y la noche también era fría y
silenciosa, con esas estrellas titilando en el cielo. En la montaña de Santa
Marta, el cielo parecía un cuadro de trazos delicados, a veces oscuro, a veces
azul intenso, con una línea de nubes en su horizonte. Un cielo que me recordaba
otro cielo. Fascinado ante ambos cielos, el de mis recuerdos y el que veía, me
sentía un punto, un trazo apenas insinuado, hecho con un pincel pequeño.
En ese viaje, que no fue solo a
la montaña, sino también, a la memoria —a ese terreno pedregoso que recorro
con cuidado—,
tuve una noche extraña en la que mi cuerpo parecía no querer dormir. ¿Para qué
dormir cuando el cielo tiene tantas luces? Esa noche, recordé aquellas noches
después de regresar de la clínica, cuando tenía catorce, en las que solía
despertar asustado, imaginando que me había quedado dormido para siempre. Debe
ser extraño dormir en el bosque y nunca despertar, o despertar sin saber dónde
estás, o cuánto tiempo ha pasado, como Rip Van Winkle.
Hay una línea que une un recuerdo
a otro, un suceso ocurrido años atrás con algo más reciente. Un hilo, podría
decirse, que termina atando dos extremos. En el mirador Los Pinos, contemplé la
ciudad, el montón de casitas a la distancia, la inmensidad del verde, arboles
enormes, el sonido de los animales. Una sensación parecida a aquella otra,
cuando parado al límite de la loma de Mandela, podía ver, al atardecer, el sol
redondo, naranja, que empezaba a esconderse. Pienso ahora en un poema de
Montejo que dice:
“En el bosque, donde es pecado hablar, pasearse,
no poseer raíz, no tener ramas, ¿qué puede hacer un hombre?”
Por: Márquez
2 comentarios:
"Debe ser extraño dormir en el bosque y nunca despertar, o despertar sin saber dónde estás, o cuánto tiempo ha pasado".
me sentía un punto, un trazo apenas insinuado, hecho con un pincel pequeño. Perfecta para unirla con los versos de Montejo al final.
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