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viernes, 14 de junio de 2019

Hecho con un pincel pequeño




Hay una línea que une un recuerdo a otro, un suceso ocurrido años atrás con algo más reciente. Un hilo, podría decirse, que termina atando dos extremos. Pero es una tarea compleja explicar cómo opera la memoria en esos casos. Por mi parte, debo reconocer que vivo en una línea intermedia entre dos extremos de la memoria; que me reconozco viviendo, aquí y ahora, con la sensación de haber estado recorriendo pasos similares, en otra época. Tal vez por eso, mientras subía la montaña en Santa Marta, dando pasos para llegar al Mirador de los Pinos, sentía estar caminando, como cuando era niño, las calles de Mandela


Recuerdo que en esa época mis pasos intentaban ser más veloces. Perseguía los pasos de mi mamá, por la calle oscura que parecía ser eterna. Siempre nos deteníamos antes de entrar en ella, nos hacíamos la señal de la cruz, mirábamos la oscuridad la luz de las lámparas no era suficiente, el monte que crecía en ambos lados del camino, un monte inmenso para mis ojos de niño. Parado ahí, imaginaba los peligros: una serpiente gigante, un hombre que quisiera hacernos daño, la misma oscuridad cayendo sobre nosotros. Después de ese acto de fe, empezábamos el camino intentando andar lo más rápido posible, casi al trote. En Santa Marta, subiendo la montaña, seguía otros pasos, pasos más veloces, más largos que los míos, pero ahora no existía ningún temor. Tal vez el vínculo eran los pasos que querían llegan a un lugar, que atravesaban la naturaleza, o que recorrían un camino que resultaba en cierto modo desconocido. (DAR CLICK EN SEGUIR LEYENDO)



Los pasos evitando el barro, pisando firme para subir un poco más, los pasos que evitaban resbalarse. En Mandela también debíamos subir dos lomas, también debíamos evitar poner el pie en el barro, aunque a veces solo había barro. Y la noche también era fría y silenciosa, con esas estrellas titilando en el cielo. En la montaña de Santa Marta, el cielo parecía un cuadro de trazos delicados, a veces oscuro, a veces azul intenso, con una línea de nubes en su horizonte. Un cielo que me recordaba otro cielo. Fascinado ante ambos cielos, el de mis recuerdos y el que veía, me sentía un punto, un trazo apenas insinuado, hecho con un pincel pequeño. 


En ese viaje, que no fue solo a la montaña, sino también, a la memoria a ese terreno pedregoso que recorro con cuidado, tuve una noche extraña en la que mi cuerpo parecía no querer dormir. ¿Para qué dormir cuando el cielo tiene tantas luces? Esa noche, recordé aquellas noches después de regresar de la clínica, cuando tenía catorce, en las que solía despertar asustado, imaginando que me había quedado dormido para siempre. Debe ser extraño dormir en el bosque y nunca despertar, o despertar sin saber dónde estás, o cuánto tiempo ha pasado, como Rip Van Winkle. 


Hay una línea que une un recuerdo a otro, un suceso ocurrido años atrás con algo más reciente. Un hilo, podría decirse, que termina atando dos extremos. En el mirador Los Pinos, contemplé la ciudad, el montón de casitas a la distancia, la inmensidad del verde, arboles enormes, el sonido de los animales. Una sensación parecida a aquella otra, cuando parado al límite de la loma de Mandela, podía ver, al atardecer, el sol redondo, naranja, que empezaba a esconderse. Pienso ahora en un poema de Montejo que dice: 


“En el bosque, donde es pecado hablar, pasearse,
no poseer raíz, no tener ramas,  
¿qué puede hacer un hombre?”


Por: Márquez 

2 comentarios:

Alex Rodriguez dijo...

"Debe ser extraño dormir en el bosque y nunca despertar, o despertar sin saber dónde estás, o cuánto tiempo ha pasado".

Umut Pajaro Velasquez dijo...

me sentía un punto, un trazo apenas insinuado, hecho con un pincel pequeño. Perfecta para unirla con los versos de Montejo al final.